Nuestro querido apóstol Pablo, luego de perseguir a la iglesia y tener sangre de mártires en sus manos, tuvo una experiencia sobrenatural camino a Dam
LA BENIGNIDAD COMO UNA CUALIDAD ESENCIAL DEL ESPÍRITU EN EL CREYENTE
Nuestro querido apóstol Pablo, luego de perseguir a la iglesia y tener
sangre de mártires en sus manos,
tuvo una experiencia sobrenatural camino a Damasco, en la cual escuchó la voz
de Jesús mostrándose a él como el Dios
del universo. Ante esa luz intensa, el fariseo celoso de la ley preguntó: «¿Quién
eres, Señor?» (Hch. 9:5). El griego lleva la
palabra kúrios, que traducimos como
«Señor», pero sepa el lector que esta era
la palabra que los judíos utilizaban para
traducir el nombre de Yahvé, es decir, el
Dios todopoderoso, creador del cielo y la
tierra, el todosuficiente. Era el Dios al cual
sirvieron sus antepasados, el que hizo pacto con Abraham, con Moisés, con David, el Dios de Israel, para el cual el templo
funcionaba diariamente con el sacerdocio
y los sacrificios.
El Señor literalmente respondió: «Yo
soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch. 9:5),
y el griego, una vez más, refleja la misma
construcción para el «Yo Soy» del Antiguo Testamento (Éx. 3:14).
El cambio radical de pablo
Pero Pablo andaba persiguiendo a los
nuevos cristianos precisamente con el
ánimo y espíritu de la ley de Moisés, para
guardar las tradiciones de sus antepasados y preservar el culto al Señor. Ningún hombre podía hacerse pasar por Dios, y
este era precisamente el Jesús que hasta
ese momento Pablo conocía: un simple
hombre mortal que estos «locos creyentes» afirmaban que era Dios, que había
muerto en el madero (desde luego, ¡Dios
no muere!) y había resucitado. ¡Tal mensaje era todo un escándalo!
Efectivamente, Jesús se le presentó en
toda su divinidad y le demostró que él es
hombre y a la vez es el Dios del universo.
¡Qué gran cambio de paradigma para Pablo! Toda su estructura mental fue sacudida, y descubrió, con vergüenza y dolor,
que en vano había perseguido a la iglesia,
a la preciosa novia del Cordero. Qué tonto había sido, qué inútil, qué ciego. De
ahora en más, experimentaría el fuego ardiente de predicar por todos lados al Jesús
del madero, quien es el mismo de la tumba vacía y de la gloria, sentado a la diestra
del Padre. A este Jesucristo servimos y a él
nos debemos.
Con este nuevo celo por la cruz, Pablo
redefine su propósito en la vida para pasar de fariseo a predicador y pastor cristiano. Con gran amor inicia sus giras y, en algún momento, llega a la región de Galacia
(Hch. 13:14–52). Aunque estaba enfermo,
los gálatas lo recibieron y acogieron el
mensaje que traía como si fuera un mensaje divino. La cruz vino a ser la marca de
esta iglesia.
La lucha contra el legalismo
Es menester decir que Pablo, en su recorrido por las sinagogas del imperio, enfrentaba la misma oposición que él ejercía
tiempo atrás: un rechazo absoluto por Jesús como Mesías y su mensaje de salvación por gracia y por la fe, no por las obras
de la ley. Además, había quienes sí aceptan el evangelio pero seguían abrazados a
los mandamientos de Moisés y a la circuncisión.
Todo esto nos explica el contexto que
hay detrás de la carta a los Gálatas. Ellos
han abierto la puerta al legalismo y parece
haber sido en vano el esfuerzo del apóstol
entre ellos. Se han dejado influenciar por
los legalistas que, aunque se llaman cristianos, no están de acuerdo con la gracia
de la salvación en Cristo. Para ellos, la gracia no es suficiente, sino que también es
necesario circuncidarse y guardar la ley de
Moisés.
Esta es la fuerte lucha que hizo necesario el Concilio de Jerusalén en Hechos
15, en el cual los apóstoles llegaron al
acuerdo de que los gentiles que se convertían al evangelio no tenían necesidad de
circuncidarse. Ahora hay libertad y salvación sin los ritos de la ley. Estos grupos de
legalistas tenían a Pablo por liberal. Lo
acusaban de predicar una enseñanza que
animaba al pecado al mismo tiempo que
aseguraba salvación. Para ellos, no cumplir con la circuncisión era igual que no
cumplir los Diez Mandamientos, por
ejemplo. Pero Pablo no promovía el pecado; este tampoco era su mensaje. Así, la
carta es un reclamo a los gálatas de que se
han prestado a un juego de poder. No se
trata de «pecar y no pasa nada». El pecado es algo serio, nos distancia del Señor.
Las obras de la carne son precisamente
eso: vivir sin temor de Dios, dando rienda
suelta a nuestras pasiones, sin comprender entonces la verdadera razón por la
cual fuimos hechos libres.
Vivir en la libertad de Cristo
Así, el punto del capítulo 5 de la carta es
que debemos disfrutar nuestra libertad
en Cristo y no regresar a la esclavitud, ya
sea una esclavitud que se manifiesta en el
legalismo, volviendo a la circuncisión, o en
retornar al pecado y a las obras de la carne. Nuestra libertad es para vivir como esclavos, pero de Cristo y por amor a los demás creyentes. El término en griego es
douleúo, que en la mayoría de las traducciones se expresa como «servir»; este era
en realidad el término para servir como esclavos. Pablo les invita a servirse unos a
otros, como si fuesen esclavos, porque
«en efecto, toda la Ley se resume en un
solo mandamiento: “Ama a tu prójimo
como a ti mismo”» (Gál. 5:14).
Por tanto, nuestra libertad no es para
pecar, sino para honrar al Padre Celestial y
al resto de la familia de la fe. Esta fe preciosa que se nos ha entregado a los creyentes
debe manifestarse de la misma manera
que un árbol da frutos. «Por sus frutos los
conocerán» (Mt. 7:20). No deben ser frutos de la carne, como por ejemplo las relaciones sexuales antes del matrimonio, la
discordia, la ira y los excesos; sino más
bien que nos conozcan por la benignidad,
que es un reflejo de la bondad que el Espíritu produce en nosotros. Sepa el lector
que la lista en griego de estos buenos frutos no debería leerse como un inventario
exhaustivo. En el típico estilo judío de escribir, los sinónimos y las listas no deben
interpretarse como una guía rígida, sino
más bien como ejemplos variados para
mostrar los resultados en la vida de aquella salvación tan grande que es por la fe y
no por las obras de la ley.
La metáfora de los frutos
La metáfora de los frutos es hermosa.
Pero por un momento, no pensemos tanto en el producto de la cosecha, sino en el
origen: el árbol es el que provee el alimento. Si estamos separados de él, no podemos hacer gran cosa (Jn. 15:5). Es en la comunión con Cristo, en la cercanía, que por
su Espíritu Santo podemos vencer el pecado en nosotros y las conductas inapropiadas, la rebelión, la amargura, la envidia
que tanto nos carcome. Solo por su obra
en la cruz es que podemos cambiar y ser
mejores personas.
Pensemos entonces que la benignidad
y la bondad son gemelas. Las traducciones enfrentan el reto de traducir dos términos que son realmente sinónimos en el griego, pero es importante señalar que la
benignidad tiene un matiz de suavidad,
paciencia y disposición para perdonar. La
bondad, por su parte, refleja la generosidad y el deseo de hacer el bien. Otra vez,
el objetivo de Pablo no es la lista per sé,
sino ofrecernos un panorama general de
cómo debería verse nuestra vida. Y la respuesta no está en nosotros, sino en Cristo:
dar frutos es ser como él, se trata de su
vida en nosotros. La lista, vista de otra manera, habla de atributos divinos: Él es infinitamente bueno y benigno. Todo él es
bondad y benignidad, y por estas cualidades nos recibe en su casa y a su mesa.
La bondad de Dios en nosotros
La bondad de Dios la podemos rastrear
desde Génesis 1, donde el texto repite varias veces que todo lo que Él hizo es «bueno», y «bueno en gran manera». La creación es buena, nuestros cuerpos son buenos. Es el pecado que ha corrompido
nuestra esencia, pero si usamos nuestros
cuerpos como instrumentos de justicia,
estamos entonces honrando su nombre.
Los Salmos están llenos del lenguaje de
bondad —y benignidad—: hemos de alabarle porque él es bueno y porque para
siempre es su misericordia. Sus propósitos
para nosotros son buenos, sus pensamientos son de amor, su voluntad busca lo bueno para nuestras vidas. ¡Qué hermoso que podemos entregarnos a Él para
ser canales de benignidad y bondad a un
mundo en crisis! No buscamos nuestro
beneficio, sino el servir a los demás, como
si fuésemos esclavos por amor. Así, diríamos que nuestra obediencia a Dios no es
por legalismo (justicia propia), sino una
obediencia en gratitud y fidelidad (otro
término de la lista de los frutos), en respuesta a una gracia exquisita. La rebelión
tampoco es opción para nosotros, por
esto, luego de la lista de frutos del Espíritu
Santo, Pablo dice: «los que son de Cristo
Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. Si el Espíritu nos da vida,
andemos guiados por el Espíritu» (vv. 24-
25).
Los frutos se dan en aquellos que escogen morir cada día tomando su cruz,
negándose a sí mismos y que quieren ser
guiados por el Espíritu Santo. Solo el Señor puede poner en nosotros el querer
como el hacer su voluntad (Fil. 2:13). Una
vida de frutos no es posible en nuestras
fuerzas, sino solo porque nos rendimos a
Él cada día. No hay benignidad ni bondad
en nosotros mismos, solo en comunión
con Cristo puede la benignidad y la bondad fructificar.
Por Sofía Quintanilla (squintanilla@seteca.edu)
Costarricense, casada con Paul Garrett y madre de Sebastián. Junto a su esposo ha servido en el área pastoral por más
de 30 años en Costa Rica y México, incluyendo 14 años en la
Iglesia Cristiana Unión en San José. Doctora en Teología, fue
docente y ocupó cargos administrativos en ESEPA. Desde
2022 reside en Guatemala, donde sirve como profesora de
Hebreo y Antiguo Testamento en SETECA.