Por Dr. Andrés O. Ayala, restauracionnt@gmail.com Serie: El método bíblico para el crecimiento de la Iglesia - Parte 4/4 No hay niño ...
Serie: El método bíblico para el crecimiento de la Iglesia - Parte 4/4
No hay niño que no se sienta orgulloso cuando su padre, sus parientes, o sus conocidos le dicen: “¡Cuánto has crecido!”. La estatura, el peso, los rasgos y la fuerza para hacer cosas que antes no se podían son prueba innegable de un crecimiento real. Aunque suene infantil y poco profundo, la mejor prueba del crecimiento es el crecimiento en sí.
Pero, igual que con los niños, no debemos engañarnos por un falso crecimiento o por “enfermedades” que producen hinchazón.
Hoy en día tenemos la tendencia a reducir crecimiento a números. Sería como afirmar que un niño con exceso de gordura está en una condición saludable. Lamentablemente si la altura, la madurez y la musculatura no acompañaron el mismo ritmo, el peso se transforma en un gran problema.
Por otro lado, el raquitismo también es una enfermedad. ¡Y cuántas iglesias raquíticas vemos a nuestro alrededor! Iglesias que durante años arrastran una existencia famélica, sin fuerza, sin vigor, estancada. Definitivamente, no podemos imaginarnos que se manifieste ahí la voluntad del Señor.
Una iglesia que crece equilibradamente, y que desea seguir en crecimiento, debe (al igual que un niño sano…) buscar la aprobación del Padre y de quienes la rodean. Debe buscar un testimonio verídico que diga: “¡Cuánto has crecido!” en altura, en madurez, en fuerza y en expansión.
La iglesia debe crecer en altura para acercarse a los “bienes de lo alto”. Es la provisión celestial que nos hace levantar vuelo “como las águilas”. Una iglesia a nivel del suelo está muy por debajo del deseo del Señor pala ella: “Por lo tanto, ya que ustedes han sido resucitados con Cristo, busquen las cosas del cielo, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Piensen en las cosas del cielo, no en las de la tierra” (Cl 3.1-2 DHH).
Infelizmente ya hemos visto demasiados gigantes con carácter endeble. La voluntad de Dios para su iglesia es la firmeza para sustentar la verdad, un carácter como el de Dios mismo, inquebrantable, constante: “Hermanos, no piensen ustedes como niños. Sean como niños para lo malo; pero sean adultos en su modo de pensar” (1Co 14.20 DHH).
Cuando la iglesia quiere actuar por la fuerza de su propio brazo, más tarde o más temprano fracasará. El Señor desea derramar su fuerza para dotar a la iglesia de poder. Con la fuerza de Dios somos invencibles: “Pero cuando el Espíritu Santo venga sobre ustedes, recibirán poder y saldrán a dar testimonio de mí, en Jerusalén, en toda la región de Judea y de Samaria, y hasta en las partes más lejanas de la tierra” (Hch 1.8 DHH).
Un testimonio auténtico, de naturaleza celestial, con madurez en la fe y poder del Espíritu, producirá inevitablemente una expansión numérica asombrosa. No por propaganda, acomodación o marketing, sino por la manifestación y aprobación del Señor: “Así pues, los que hicieron caso de su mensaje fueron bautizados, y aquel día se agregaron a los creyentes unas tres mil personas” (Hch 2.41 DHH).
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