Sus padres le pusieron el nombre de “Christmas” (en inglés Navidad), porque nació el día de Navidad, en 1766. La gente lo apodó “Predicador ...
Sus padres le pusieron el nombre de “Christmas” (en inglés Navidad), porque nació el día de Navidad, en 1766. La gente lo apodó “Predicador Tuerto”, porque era ciego de un ojo. Alguien se refirió así a Christmas Evans: “Era el hombre más alto, el de mayor fuerza física y el más corpulento que jamás vi. Tenía un solo ojo, si hay razón para llamar a eso ojo, porque, con más prioridad se podría decir que era una estrella luminosa, que brillaba como el planeta Venus”. También se lo llamó “El Juan Bunyan de Gales”, porque era
el predicador de Gales que gozó del poder del Espíritu Santo, como ningún otro.
En todos los lugares donde predicaba, se producía un gran número de conversiones. Su don de predicar era tan extraordinario, que con toda facilidad conseguía que un auditorio de quince a veinte mil personas lo escuchasen con la más profunda atención. En las iglesias no cabían las multitudes que iban a escucharlo durante el día; de noche siempre predicaba al aire libre a la luz de las estrellas.
A la edad de diecisiete años fue salvo; aprendió a leer, y poco después fue llamado a predicar y separado para el ministerio. Sus sermones eran secos y sin fruto, hasta que un día cuando viajaba para Maentworg, amarró su caballo y penetró en el bosque donde derramó su alma en oración a Dios. Igual que Jacob en Peniel, no se apartó de ese lugar hasta recibir la bendición divina. Después de aquel día reconoció la gran responsabilidad de su obra; siempre su espíritu se regocijaba con la oración y se sorprendió en gran manera por los frutos gloriosos que Dios comenzó a concederle.
Después de algunos años, ya no poseía el mismo espíritu de oración ni sentía el gozo de la vida cristiana. Él mismo cuenta cómo buscó y recibió de nuevo la unción del poder divino que hizo que su alma se encendiera aún más que antes: “No podía continuar con mi corazón frío con relación a Cristo, a su expiación y a la obra de su Espíritu. No soportaba el corazón frío en el púlpito, en la oración secreta y en el estadio, en especial cuando me acordaba de que durante quince años mi corazón se había abrazado como si yo hubiese andando con Jesús en el camino a Emaús. Por fin, llegó el día que jamás olvidaré: En el camino a Dolgelly, sentí la necesidad de orar, a pesar de tener el corazón endurecido y el espíritu carnal. Después que comencé a suplicar, sentí como que unas pesadas cadenas que me ataban, caían al suelo, y como que dentro de mí se derretían montañas de hielo”.
A la edad de setenta y tres años, sin mostrar disminución en sus fuerzas físicas ni mentales, predicó el último sermón, como de costumbre, bajo el poder de Dios. Al finalizar dijo: “Este es mi último sermón”. Los hermanos creyeron que se refería a su último sermón en aquel lugar. Pero el hecho es que cayó enfermo esa misma noche. En la hora de su muerte, tres días después, se dirigió al pastor que lo hospedaba, con estas palabras: “Mi gozo y consuelo es que después de dedicarme a la obra del santuario durante cincuenta y tres años, nunca me faltó sangre en el lebrillo. Predica a Cristo a la gente”. Luego, después de cantar un himno, dijo: “¡Adiós!” y falleció.
La muerte de Christmas Evans fue uno de los acontecimientos más solemnes de toda la historia del principado de Gales. Fue llorado en todo el país.
Fuente: BOYER, Orlando (2001) “Biografías de grandes cristianos” Editorial Vida. Miami, Florida.
el predicador de Gales que gozó del poder del Espíritu Santo, como ningún otro.
En todos los lugares donde predicaba, se producía un gran número de conversiones. Su don de predicar era tan extraordinario, que con toda facilidad conseguía que un auditorio de quince a veinte mil personas lo escuchasen con la más profunda atención. En las iglesias no cabían las multitudes que iban a escucharlo durante el día; de noche siempre predicaba al aire libre a la luz de las estrellas.
A la edad de diecisiete años fue salvo; aprendió a leer, y poco después fue llamado a predicar y separado para el ministerio. Sus sermones eran secos y sin fruto, hasta que un día cuando viajaba para Maentworg, amarró su caballo y penetró en el bosque donde derramó su alma en oración a Dios. Igual que Jacob en Peniel, no se apartó de ese lugar hasta recibir la bendición divina. Después de aquel día reconoció la gran responsabilidad de su obra; siempre su espíritu se regocijaba con la oración y se sorprendió en gran manera por los frutos gloriosos que Dios comenzó a concederle.
Antes tenía talentos y cuerpo de gigante, pero luego le fue añadido el espíritu de gigante. Era valiente como un león y humilde como un cordero; no vivía para sí, sino para Cristo. Además de tener, por naturaleza, una mente ágil y una manera conmovedora de hablar, poseía un corazón que rebosaba amor para con Dios y su prójimo. En verdad era una luz que ardía y brillaba.
Después de algunos años, ya no poseía el mismo espíritu de oración ni sentía el gozo de la vida cristiana. Él mismo cuenta cómo buscó y recibió de nuevo la unción del poder divino que hizo que su alma se encendiera aún más que antes: “No podía continuar con mi corazón frío con relación a Cristo, a su expiación y a la obra de su Espíritu. No soportaba el corazón frío en el púlpito, en la oración secreta y en el estadio, en especial cuando me acordaba de que durante quince años mi corazón se había abrazado como si yo hubiese andando con Jesús en el camino a Emaús. Por fin, llegó el día que jamás olvidaré: En el camino a Dolgelly, sentí la necesidad de orar, a pesar de tener el corazón endurecido y el espíritu carnal. Después que comencé a suplicar, sentí como que unas pesadas cadenas que me ataban, caían al suelo, y como que dentro de mí se derretían montañas de hielo”.
A la edad de setenta y tres años, sin mostrar disminución en sus fuerzas físicas ni mentales, predicó el último sermón, como de costumbre, bajo el poder de Dios. Al finalizar dijo: “Este es mi último sermón”. Los hermanos creyeron que se refería a su último sermón en aquel lugar. Pero el hecho es que cayó enfermo esa misma noche. En la hora de su muerte, tres días después, se dirigió al pastor que lo hospedaba, con estas palabras: “Mi gozo y consuelo es que después de dedicarme a la obra del santuario durante cincuenta y tres años, nunca me faltó sangre en el lebrillo. Predica a Cristo a la gente”. Luego, después de cantar un himno, dijo: “¡Adiós!” y falleció.
La muerte de Christmas Evans fue uno de los acontecimientos más solemnes de toda la historia del principado de Gales. Fue llorado en todo el país.
Fuente: BOYER, Orlando (2001) “Biografías de grandes cristianos” Editorial Vida. Miami, Florida.